Introducción
Uno de los grandes desafíos que plantea la crisis climática es su dificultad para ser pensada, concebida. Este hecho forma parte de algo que se presenta como una paradoja para nosotres. Una de sus causas es que no tiene las características típicas de un “hecho” o “fenómeno” observable, pues se trata más bien de una serie de efectos (considerados adversos para la continuidad de los sistemas vivientes tal como los conocemos) de una gran cantidad de procesos que involucran variables climáticas (temperatura, precipitaciones, niveles de acidez, etc.) que generan una multiplicidad de impactos sobre la biósfera. Entre las dificultades para comprender esta crisis se halla lo que suele llamarse la escala global de los fenómenos del mundo contemporáneo. La globalización, o mundialización1, supone que los acontecimientos deben ser comprendidos como emergentes de procesos complejos multiescalares, es decir, bucles de relativa autonomía que se conectan de maneras no homogéneas y de acuerdo con lógicas variables. Esto tiene un impacto muy importante en la manera en que es necesario abordar los fenómenos y procesos políticos, sociales, económicos y también climáticos. La paradoja a la que me refería es que, si bien esto puede ser enunciado, como hago yo aquí, para poder pensarlo (en un sentido filosófico técnico, es decir, según su concepto) los seres humanos deberíamos tener acceso a la vista de conjunto del mundo como un planeta, y esto es algo que no tenemos. De hecho, lo único que podemos hacer para comprender el planeta es sintetizar, interpretar y debatir sobre millones de datos que se registran por todas partes. Es decir, que poder pensar fenómenos globales presupone la conversión de la Tierra en un objeto unitario y perceptible como tal, algo imposible para la conciencia humana.2 Esto se hace particularmente agudo en el caso de la crisis ambiental: de hecho, como individuos o comunidades locales, solo percibimos hechos que no parecen tener una causa cercana o determinable con precisión. Así sucede con los incendios, con las sequías, inundaciones, etc. Relacionar cada uno de estos fenómenos con procesos más amplios (deforestación, aumento de los gases de efecto invernadero, vinculados con proyectos económicos extractivos) supone saltos de escala y un discurrir por diferentes dominios de objetos que, tradicionalmente, han sido estudiados por disciplinas compartimentalizadas. Basta con escuchar la reacción, bastante habitual por fuera de los círculos más preocupados por el tema, a la información sobre el calentamiento de la Tierra. Cuando se informa que la temperatura global media ha subido un grado y medio desde 1850, es un dato que en sí mismo no dice nada al sentido común, porque cada quien experimenta variaciones cotidianas de temperatura mucho más amplias. En este sentido, es acertada la observación de Morton cuando señala que “los humanos no están totalmente a cargo de asignar sentido y valor a acontecimientos que pueden medirse en términos estadísticos”.3 Para que estos datos adquieran sentido es preciso referirse a las comunicaciones de entidades como, por ejemplo, el IPCC, el Panel Intergubernamental del Cambio Climático, que reúne a expertos que consensuan criterios en torno a qué y cómo se “mide” y cuáles son los efectos de la variación de la temperatura. Ahora bien, la cuestión es que el hecho de que sea difícil saber cómo pensar el calentamiento global, no implica que no sea algo sensible, perceptible, registrable. Aquí, entonces, es cuando todo se vuelve complejo.
Estética de la explicitud
Forzando quizás un poco los términos a partir de los cuales Silvia Schwarzböck4 desarrolla la estética de la explicitud, podría decirse que la emergencia ambiental y, por extensión, la idea de “naturaleza” que de esta podría desprenderse, está en un régimen de “representación absoluta” en que lo único que hay es pura apariencia, pero la apariencia como esencia, pura imagen que no oculta ninguna verdad y que se continua totalmente con la vida, una continuidad de imágenes superficiales (en la medida en que no esconden ni ocultan otra cosa). La relación de terror que tenemos con esta pura “apariencia” (el hecho de que nos encaminamos hacia la sexta extinción masiva de especies, incluida la humana, es decir, el “fin del mundo”) no estaría mediada por un juicio de conocimiento (un juicio que podría ser falsado) sino por un juicio estético, en el que “el fin del mundo” no puede concebirse, pero sí representarse.
Lo que resulta interesante de la estética de la explicitud planteada por Schwarzböck es el diagnóstico que señala que nuestro tiempo es uno en el que imperan las imágenes puras, superficiales, en el sentido de que no remiten a otra cosa que estaría por detrás. Un mundo hecho de imágenes que forma un continuo con la vida porque se trata de imágenes, de acuerdo con esta tesis, que no son producto del ojo humano sino del ojo de las máquinas.5 El ojo humano es sintetizador, selecciona lo que le interesa, interpreta una miríada de datos y genera con ellos una representación. A diferencia del ojo humano que percibe, el ojo de la máquina, que es inhumana, registra. La máquina no mira interesadamente, y porque no mira, ve más que el ojo.6 Lo que ella registra, para el ser humano, incluso para aquel que cree en la máquina y su registro, existe solamente en cuanto que es registrado, porque él es incapaz de verlo. Es así que los registros maquínicos crean un mundo hecho de imágenes impenetrables, donde no existe la posibilidad de profundizar en un sentido vertical que perforaría la superficie y donde podría buscarse lo oculto, sino donde solo hay desplazamiento horizontal y hermeneusis inmanente.
Que podamos registrar la crisis climática, aunque no podamos pensarla, es lo que me lleva a introducir aquí los desarrollos de Silvia Schwarzböck en torno a la estética de la explicitud. En su libro Los espantos, la autora realiza una lectura de la etapa postdictatorial de Argentina, es decir, de lo que sucede a partir de la recuperación democrática de 1983. Allí ella señala, siguiendo a Oscar Terán, que si los años 60 argentinos debían ser pensados por la filosofía, porque su objeto era filosófico, a la posdictadura hay que abordarla desde la estética, puesto que su objeto es del género del terror. Los espantos serán, pues, como ficción pura, la encarnación de lo postdictatorial de la Argentina. Cuando Schwarzböck dice que los espantos, por pertenecer al género de terror, piden a la estética para ser leídos, explica también que estos (los espantos) son aquello que, desde la democracia, es decir nuestro presente postdictatorial, no se puede concebir de la dictadura, pero sí se puede representar en imágenes. En este caso sería la victoria del proyecto económico de la dictadura y la rehabilitación de la vida de derecha como la única vida posible. Este es también el ámbito en el que se da la estética explícita, una vida sin el fantasma del comunismo, sin la espera de la patria socialista. Es decir, la estética explícita es aquella en la que todo se deja ver y donde no hay nada oculto porque no hay necesidad de ello: es propia de un momento en el que se da por descontado que no hay ninguna chance de modificar las relaciones económicas.
Para Schwarzböck, la posdictadura inaugura una temporalidad sin verdad, y eso significa que no hay ya una verdad que debería alcanzarse, desplegarse, develarse, es decir, que pierden efectualidad todas las relaciones modernas con la verdad. Esta temporalidad leída desde el norte global equivale a la caída del muro de Berlín, que inaugura el momento de una imagen del globo homogénea y sin revés, donde el capitalismo es lo único que hay, aunque sea imposible de pensar y aún más imposible pensarse sin él. De allí que, como se repite una y otra vez, sea más fácil pensar el fin del mundo que el del capitalismo.
Explicitud de la crisis ambiental
La perspectiva de Schwarzböck constituye un punto de partida fructífero para aproximarse, en el mundo actual, a la crisis climática: esta se deja ver, no se oculta, y ese no ocultamiento, su explicitud, es lo que la hace terrorífica. En efecto, la proliferación de imágenes relativas a la crisis ambiental es parte de la crisis ambiental. Que se puedan acumular cientos de imágenes terribles, guardarlas en una memoria portátil, enviarlas por whatsapp y compartirlas en redes sociales tiene de paradójico, para quienes pretenden pasar a otro régimen climático, económico y político, la ineficacia en términos prácticos de estas imágenes. En otro régimen estético, mostrar explícitamente las penurias producidas por la crisis ambiental (el sufrimiento, la crueldad, etc.) quizás podría generar algún tipo de acción orientada a modificar las condiciones de posibilidad de esa crisis. Ante la inacción ostensible respecto de esta emergencia, pareciera que lo que debe imaginarse no es “cómo mostrar más” (como si aún faltara mostrar algo que ahí sí activaría los resortes del cambio político o económico), sino tal vez relacionar la debacle ambiental con la explicitud que la hace aparecer a la luz del día.
Adoptando este marco, parece útil ponderar el efecto que generan las imágenes captadas por sensoria no humanos producidos en el cruce entre diferentes modos de ver. “Si hay que introducirse a los espantos por la estética”, dice Schwarzböck, “no es para desocultarlos como algo que está oculto [y hay que develar], sino para detenerse en la apariencia, como haría una cámara, para ver qué hay cuando nadie mira”.7 Como adelantaba, en este caso quisiera privilegiar qué ven aquellos dispositivos en que el sensorium vegetal está involucrado, provenientes de la investigación artística. El objeto que me interesa analizar es la estética (entendida como lugar de la experiencia, siguiendo a A. Wilson8) que ciertos cuerpos vegetales incluidos en circuitos sensibles contribuyen a construir. Una experiencia de la explicitud de la potencial incompatibilidad del mundo humano moderno y la vida de la mayoría de los humanos. Mi hipótesis es que el sensorium vegetal se presenta como el vector material principal de una estética de la explicitud de la emergencia climática. Y quiero aquí analizar dos obras que encuentran en el cuerpo vegetal (siempre técnico en tanto producido) aquel médium que es a la vez canal de transmisión de mensajes y única metonimia posible de un ambiente “natural” (milieu) que ya no puede pensarse aunque lo habitemos. En primer lugar, el Herbario de Chernóbil9 (2016), una obra de Tondeur y Marder que conjuga fotogramas y ensayística de las plantas radioactivas resultantes del desastre nuclear ocurrido en la ciudad ucraniana. En segundo lugar, la obra de Joaquín Fargas, Sunflower, centinela del cambio climático (2007), una obra de ingeniería robótica que semeja la dinámica de la flor para operar como estación meteorológica en la ciudad más austral de Argentina, Ushuaia.
¿Cómo percibir (y recordar) lo imperceptible?
El Herbario de Chernóbil de Tondeur y Marder apunta explícitamente a explorar formas de la memoria vegetal10 en conjunción con la de los seres humanos. Para ello, se toma como punto de partida un desastre ambiental que tiene una datación precisa: el 26 de abril de 1986, día en que el reactor 4 de la central de energía atómica de Chernóbil estalló debido a una serie de errores humanos y que provocó una fuga de isótopos radioactivos de gran envergadura que tuvo consecuencias inmediatas, otras a mediano plazo y otras a largo plazo. Las inmediatas suelen ser las que se han popularizado: una zona de exclusión decretada por las autoridades soviéticas debido a los niveles de radioactividad incompatibles con la vida luego de un injustificable silencio acerca de lo que había sucedido en esa ciudad alejada de la aún existente Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la migración forzada de los habitantes humanos de la zona, la muerte casi inmediata de quienes formaron parte de las tareas de reparación e intento de clausura del núcleo ardiente de uranio en el fondo del reactor, las nubes de polvo radioactivo viajando por Europa cuyos efectos solo se supieron mucho más tarde.
A diferencia de lo ocurrido durante el bombardeo nuclear de Japón por parte de EEUU en 1945, el “accidente” de Chernóbil no fue algo “espectacular”. De hecho, no circulan imágenes del momento del estallido del reactor (como es el caso de los hongos nucleares de Nagasaki e Hiroshima), y es conocida la historia de Igor Kostin11, el primer reportero que cubrió la “noticia” sobrevolando la zona en helicóptero: todas las fotos se velaron y solo una fue viable [ver Imagen 1]. Además, la radioactividad elevadísima le generó una sordera instantánea.
Imagen 1: Foto de Igor Kostin tomada sobrevolando en helicóptero la planta nuclear momentos después del estallido del reactor.12
De hecho, quien se halla expuesto a niveles elevados de radiación, antes de morir, pierde toda capacidad perceptiva porque se produce una fibrosis en sus tejidos. Quienes tuvieron a su cargo las primeras tareas de contención y limpieza (conocidos como los liquidadores), murieron poco después. En este marco, en el que el sensorium humano queda anulado, adquiere sentido la importancia del registro de la radioactividad que Tondeur y Marder intentan rescatar: un espacio imposible de habitar por humanos constituye una especie de distopía realizada (el-mundo-sin-nosotros13) a la que solo hemos de tener acceso o bien mediante la imaginación ficcionante (películas y narrativa) o bien mediante la tecnología de punta capaz de percibir (en lugar de nosotros, dejándonos a salvo) un ambiente determinado por un “asesino” invisible y silencioso (la radioactividad no es perceptible con los sentidos humanos). Cómo referir un evento cuyos testigos han desaparecido (a causa del propio evento) es un problema que la filosofía política viene planteando al menos desde el final de la segunda guerra mundial y sobre todo en relación con los campos de exterminio nazis. Pero aquí pareciera que estamos ante un acontecimiento de otro orden. El mundo post-Proyecto Manhattan14, es decir, el mundo en el que la energía nuclear es un hecho y un dato de la realidad (y no solo un proyecto científico en el que se cifra la vida –como producción de energía para uso humano en dimensiones fantásticas– y la muerte –bajo la forma de las bombas nucleares– sobre la Tierra), es nuestra realidad y su peligro no se ignora. Tampoco se ignoran las consecuencias de los “accidentes” en las plantas de energía nuclear. La pregunta es cómo generar una reflexión en torno a estos accidentes cuando se presentan como una parte inexorable del mundo y sabemos que no hay modo de escapar de este mundo. En este sentido, Chernobyl condensa el desastre técnico, ambiental y político paradigmático del presente.
Después de las bombas nucleares arrojadas por los aliados en Japón, después de la carrera nuclear jugada ante los ojos fascinados de una audiencia global durante la Guerra Fría, la construcción y puesta en funcionamiento de las plantas de energía nuclear se daba a conocer como la versión benigna de la potencia exterminadora del avance técnico humano. Y cuando el reactor nuclear de Chernóbil estalló, no hubo necesidad (a mediano y largo plazo) de que nada se ocultara. Por una parte, porque los seres humanos que fueron testigos inmediatos murieron casi al instante. Por otra parte, porque la radiación no se puede percibir y, por lo tanto, no se puede ocultar: solo cabe representarla, solo podemos aprehender su apariencia. En tercer lugar, porque a diferencia de lo que ocurrió en las ciudades japonesas –y con el sector derrotado en la segunda guerra mundial–, la radioactividad liberada en el ambiente, en su “accidentalidad”, no tuvo como consecuencia (más allá de casos absolutamente aislados) una prohibición de la generación y uso de energía nuclear: el “accidente” de Chernóbil hizo explícito el consenso global acerca de lo imprescindible de la energía atómica (al menos, el de los estados y empresas en condiciones de tomar tal decisión).
Flores radioactivas
En el libro de Tondeur y Marder, texto e imágenes se intercalan con regularidad. Las imágenes son fotogramas, producto del efecto de plantas crecidas en los alrededores de Chernóbil sobre papel fotosensible. Lo que se ve en las imágenes producidas es el contacto del cuerpo vegetal y los químicos sensibles a los fotones impregnados en el papel, sin uso de cámara [ver Imagen 2]. Marder señala que el vocablo fotograma (línea de luz) pretende distinguirse de una fotografía. Mientras esta sería la “escritura de la luz”, el fotograma es la captura de la línea de luz en un papel fotosensible en donde se coloca el objeto (en este caso, la flor).Como señala acertadamente Marder, la diferencia entre grama y grafo puede reconducirse a la diferencia entre una presentación y una representación, entre la expansión de la luz de la materia que llega a imprimirse por sí misma (en el fotograma) y la huella de la luz emitida o reflejada por un ser que, mediante una cámara, es extraída de forma particular por quien mira a través del dispositivo fotográfico.15 Es en este sentido que les autores asocian el fotograma a un arte que reivindica la potencia expresiva de (la luz de) la materia y la fotografía a una idealización de esta, sucedánea de la escritura.
No obstante, no se trata aquí de plantear una inmediatez respecto de la materia “natural” vegetal, que en este caso serviría para conjurar poéticamente la técnica humana que causó en primer lugar el desastre nuclear. Aquí la técnica atraviesa de parte a parte esta práctica: no solo porque el libro incluye los breves ensayos de Marder, que ya son en sí mismos un recurso teórico y retórico que sirve para ponernos a distancia del accidente nuclear, a la vez que para sugerir su utilización como material de análisis de la dimensión político-ontológica del evento, sino sobre todo porque en estos fotogramas no hay nada de inmediato (o de inocente). Un corolario de esta serie de fotogramas podría ser que la “naturaleza” en nuestro mundo es siempre técnica, y también que aquello que llamamos “la naturaleza” a veces es esto, esta planta, este Linum usitatissimum fantasmagórico que hace visible lo que para el sensorium humano es y será invisible, los isótopos radioactivos que vienen atravesando y demorándose en los cuerpos que encuentran a su paso desde ese día de abril de 1986.
Imagen 2: Linum usitatissimum, Photogram on rag paper, 2011-2016. Exclusion Zone, Chernobyl, Ukraine. Radiation level: 1.7 microsieverts/h (tomada de Herbario de Chernóbil, p. 25).
La relación que, en el libro, se establece entre vegetales y técnica tiene todo que ver con el desastre que se evoca y del que aparentemente las plantas serían testigos privilegiadas, bajo esta rara forma del privilegio que es la capacidad de sobrevivir o, para decirlo más kafkiana y blanchotianamente, la imposibilidad de morir.16 Los isótopos radioactivos se depositan en los cuerpos cuando son químicamente similares a algún elemento de ese cuerpo. Por ejemplo, el estroncio 90 (un subproducto de la fisión nuclear) puede reemplazar el calcio, lo que le ha dado el triste nombre de “buscador de huesos” y es una de las causas radioactivas del cáncer de huesos y de la leucemia en humanos. El cesio 137 es similar al potasio y es el que más se encuentra en los cuerpos vegetales, que dependen esencialmente del potasio para todas sus funciones. A diferencia de lo que sucede con los humanos y otros animales vertebrados17, la relación no necesariamente destructiva de los cuerpos vegetales con algunos isótopos radioactivos ha promovido la experimentación biotecnológica con el fin de utilizar esta capacidad de asimilación de radioactividad en estrategias de fitorremediación de ambientes dañados. La operatividad de la relación intrínseca entre técnica y organismo “natural” que propone el mencionado dispositivo biotecnológico implica que el adjetivo “natural” debe ser puesto entre comillas, lo que podría parecer una ironía (como si dijéramos “ya no hay nada natural”) pero, en realidad, no lo es. La relación entre la técnica “humana” y el cuerpo vegetal “natural” sería mejor comprendida si, en lugar de apuntalar el análisis en la pretendida existencia de dos ámbitos puros (el de la cultura humana y el de la naturaleza) que luego se pondrían en relación, la abordáramos recurriendo a la noción latouriana de mediadores: “actores dotados de la capacidad de traducir lo que transportan, de redefinirlo, de redesplegarlo, y también de traicionarlo”.18 Así pues, en tanto mediadoras, las plantas radioactivas nos fuerzan a interrogarnos por el tipo de desastres que son totalmente imperceptibles para el sensorium humano, comenzamos a preguntarnos por nuestra sensibilidad y por la experiencia que podemos construir a partir de ella. Asimismo, esto promueve la importancia de explorar todos aquellos sensoria que, diferentes al nuestro, sí son capaces de percibir y de reaccionar a dicha percepción, y de lo que estarán percibiendo y haciendo aquí y ahora, al lado nuestro, mientras somos incapaces de hacerlo. Una inquietud que perfora el horizonte de la experiencia como algo exclusivamente humano. Lo perfora si, como ha pensado la tradición occidental, el lugar de la experiencia ya no está reservado solamente a los seres humanos en tanto únicos seres de conciencia, una conciencia que constituiría una facultad cognitiva más elevada que la sensación y que sería la condición de posibilidad del conocimiento (es decir, no solo sentir, sino saber que se siente y qué se siente). Si, en cambio, tomamos como criterio de demarcación de la experiencia el hecho de percibir desde una perspectiva propia, intrínseca, el campo así descrito extiende sus límites y es posible obtener una noción de experiencia que resulta de la intersección entre percepción, perspectiva, organización y creación de mundo.19
Michael Marder introduce su propia perspectiva referida a la relación entre experiencia y percepción. Él señala que con Chernóbil lo que explotó es la consciencia misma, pero no debido a un shock, una explosión, sino porque se muestra absolutamente superflua. Es aquí donde los fotogramas de Tondeur, su técnica específica, nos permite representarnos una sensibilidad que captura y funciona con un estado del mundo que es la causa potencial de nuestra propia extinción. La planta, en este sentido, muestra un mundo sin seres humanos, es una imagen del futuro radicalmente distópico (para los seres humanos) que estamos absolutamente imposibilitados de pensar. Por eso la planta no debe ser tomada como un símbolo del desastre, pues no facilita el pasaje de lo sensible a lo inteligible. Antes bien, es la evidencia sensible de aquello que no podemos pensar. En su explicitud terrible, muestra lo que se verá cuando no haya nadie (humano) para verlo. Nos proveen de imágenes materiales de un estado concreto y específico de un mundo que ya no podemos pensar, sino tan solo imaginar. De hecho, podríamos decir que esta estética de registro de la explicitud es casi lo único posible cuando la forma más abrasadora del sol, la radiación pura, ha caído sobre la tierra. Aquí parece válido remitir a aquello que Bruno Latour señalaba en sus conferencias sobre Gaia: el pueblo de los modernos no ha matado a Dios, pues eso que se llama habitualmente “secularización de los fundamentos teológicos” no es más que hacer que lo trascendente se deposite sobre la tierra, una forma distorsionada de la inmanentización.20 El sol, quizás siguiendo la línea platónica, ha sido depositado sobre la tierra y nos abrasa, nos muestra vulnerables, allí en el epicentro del poder de nuestra razón: en el núcleo de uranio de una planta de energía nuclear.
Este registro de lo explícito de un poder mortífero con el que convivimos diariamente y que, precisamente, puede ser registrado porque está ahí y no escondido ni en la clandestinidad, es el hilo que, según mi hipótesis, reúne a la obra de Tondeur y Marder con la de Fargas, Sunflower, centinela del cambio climático.
El robot heliotrópico y el hiperobjeto
Sunflower es una flor metálica de gran escala que, abriendo sus pétalos al amanecer, sigue el movimiento del sol. Dichos pétalos son paneles solares que generan la electricidad necesaria durante el día para las operaciones que la flor realiza y para su iluminación por la noche. El artista la pensó como un artefacto capaz de monitorear las condiciones ambientales de su entorno: la contaminación del aire, la radiación UV, la temperatura, etc. También dispondría de tres cámaras para captar el paisaje circundante, el amanecer y el atardecer, e imágenes de la flor misma en su movimiento de inclinación y rotación diario. “Sunflower, centinela del cambio climático, nos propone que todos seamos testigos de los cambios que están ocurriendo” dice el texto de Joaquín Fargas que acompaña la reseña de esta obra en su web.21
Imagen 3: Sunflower. Centinela del cambio climático. Imagen en la web del autor.
Como es usual en las obras de este autor, ducho en el uso de tecnología robótica para generar obras que actúan en ambientes dañados por la acción humana o, como en el caso de Sunflower, bastante inhóspitas como la ciudad de Ushuaia, la tecnología se instrumentaliza para generar registros y procesos que sirvan como advertencia de lo que sucede a nuestro alrededor. En este caso no se trata de la radiación (al menos Sunflower no estaba equipado con detector de isótopos) sino del cambio climático, algo que, siguiendo a Morton, puede clasificarse como un “hiperobjeto”.22 Según Morton, los hiperobjetos no tienen las cualidades de los objetos y solo podemos percibirlos a partir de sus efectos. Para este autor, los hiperobjetos se diferencian de los objetos por las alteraciones que provocan en lo que, para la estética, son las formas puras de la sensibilidad, el espacio y el tiempo. Por una parte, no es posible acceder a los hiperobjetos porque no se pueden poner a distancia, en un medio transparente que sería su contenedor.23 Se trata de fenómenos masivos que se confunden con el propio “observador”, lo que detona la posición de espectador en tanto exterioridad. Por otra parte, en lugar de hallarse en el tiempo, el tiempo surge de los hiperobjetos, algo que Morton llama viscosidad.24 Ambas características provocan un desarreglo de los instrumentos sociales, psíquicos y digitales que se utilizan para medirlos.25 Estas características dan forma a su no-localidad26, que Morton extrae como consecuencia de la teoría de la relatividad de Einstein, según la cual el tiempo y el espacio surgen de los objetos.27 Así planteado, el marco de referencia que este autor propone, nos permite acceder a la noción de crisis climática como la experiencia en la que el tiempo y el espacio que las diferentes entidades emiten colisionan, es decir, se encuentran fuera de sincronía para nosotros. Hay algo allí que de repente percibimos como desarreglo, y la incapacidad de objetivarlo tiene su causa en que se trata de algo transdimensional, es decir, que se da en más dimensiones que las tres en las que los seres humanos estamos habituados a vivir.
Ahora pensemos en el calentamiento global. Solo vemos instantáneas de lo que en realidad es una trama muy compleja de un complejo súper complejo de algoritmos que se ejecutan en un espacio de fase de altas dimensiones. Cuando sentimos el clima en el cuerpo, estamos experimentando una fotocopia de mala calidad de toda esa trama. […] Un proceso es solo un objeto real, pero un objeto que ocupa una dimensión superior a la de los objetos a los que estamos acostumbrados.28
La pregunta clave es por qué ahora estamos en el lugar de esta experiencia. La respuesta tentativa de Morton es que hemos perdido la noción de mundo y de naturaleza como fondo relativamente estático de nuestras acciones en el mundo. En efecto, el protagonismo de los fenómenos meteorológicos trastoca la necesaria diferencia entre fondo y primer plano que funcionó durante varios siglos dando sentido a nuestra experiencia (limitada, tridimensional) del mundo. Sin distinción entre fondo y primer plano, se disuelve la noción de horizonte, y con ella se abole asimismo la posibilidad de orientarnos a la que estamos habituados. Por las razones que hemos enumerado brevemente más arriba, el mundo es, según el autor, un efecto estético (la posibilidad de delimitar un espacio y un tiempo vacíos que contienen objetos es una simplificación adecuada a nuestras facultades).29 El problema es, en este punto, que ahora podemos (debemos) ver más cosas, y sin embargo la magnitud de aquello que no podemos dejar de ver es algo imposible de aprehender. Morton reformula en este punto la noción de conciencia como conciencia ecológica. A diferencia de la noción tradicional enfocada en objetos discretos, la conciencia ecológica percibe interconexiones y procesos, y porque comprende sus limitaciones para percibirlos, se esfuerza por darse herramientas que le permitan captarlos mejor. En este incremento de la experiencia sensible, lo que se ve alterado es la propia capacidad para darle sentido y dimensión a lo que experimentamos, pues por doquier afloran interrelaciones que no podemos terminar de estabilizar qua objetos. De allí que el autor reivindique, a contrapelo de las estrategias constructivistas que extenúan la visibilización de las relaciones, una “aproximación-orientada-al-objeto”.30 De acuerdo con esta, ante un hecho que se revela como un peligro, es preciso abandonar la recolección y el análisis de datos (que son siempre necesariamente incompletos cuando se trata de hiperobjetos), en favor de la afirmación de la unidad de la entidad, aún cuando sea una “entidad con poderes desconocidos, una entidad única que consiste en todo tipo de otras entidades, […] una entidad al fin”.31 Es cierto, y Morton es el primero en reconocerlo, que esta estrategia restablece el abismo kantiano entre el fenómeno y la cosa, sin embargo, apunta a contrarrestar los movimientos negacionistas que se apuntalan en la incompletitud de los datos para evitar reconocer el impacto de ciertas industrias sobre el clima global. En el campo filosófico, sirve para señalar la inocuidad de la estrategia constructivista que produce mapas llenos de información que solo disgregan y nos disocian cada vez más de nuestras percepciones.
Volviendo a Sunflower, más allá de cómo el propio Fargas piense su obra (como un símbolo y como un llamado a tomar conciencia), la aproximación que esta obra hace entre tecnología y técnicas de registro de variables climáticas es interesante en cuanto toma la forma de una flor que es emblemática de la posición del sol. Mientras que para la estética de Tondeur-Marder de algún modo ya estamos des-astrados (porque el sol ha caído sobre la tierra y estamos en una época de supervivencia en la que no pudiendo vivir tampoco nos hemos extinguido aún), en la propuesta de Fargas el girasol robótico opera como un signo de que todo está en la posición en la que debe estar: el sol en el cielo, la planta en la tierra, arraigada al resto del mundo mediante cables de electricidad e internet que transmiten imágenes, y con su flor siguiendo fascinada la luz del sol, su único Dios.32 De algún modo Fargas traduce el modo de existencia vegetal tal como la biología lo concibe (un existente que transforma lo inorgánico en orgánico, principio de lo viviente), como la ecología dice que es (un existente cuyo intercambio gaseoso produce el oxígeno que el resto de las formas de vida aeróbicas necesitan para vivir, que genera las sustancias que usamos para alimentarnos, vestirnos, obtener energía, etc.) y como la biología molecular lo enfoca (capaz de ser manipulado para incrustarlo en estrategias de vigilancia ambiental y de bio-remediación). Y también como la estética tradicional lo ha construido: como un símbolo, eso sensible que permite el pasaje de lo sensible a lo inteligible para la razón humana.33 En esta pluridimensionalidad de la obra quizás radique, después de todo, su potencia, pues su manera de apilar capas de experiencia en un objeto unitario nos permite mantener la atención en una entidad que concretiza (en una forma asequible a los seres humanos) lo inasible del hiperobjeto que quiere captar. Lo importante allí no son los datos que pretende recolectar y poner a disposición sino más bien la reinterpretación de la flor como vector material de una experiencia con la que, en el mejor de los casos, nos hibridaremos para resonar con los hiperobjetos, es decir, con los seres extraños que nos atraviesan.
Conclusión
Dos modos, entonces, de abordar la tecnología y el mundo tecnoproducido actual, se presentan en estas obras, dos modos que posicionan a las formas vegetales de existencia como habitantes de un mundo llegado a su fin. Más allá de las diferentes perspectivas de les artistas involucrados, mi hipótesis es que en ambos casos el sensorium vegetal se presenta como el vector material principal de una estética de la explicitud de la emergencia climática. Ambas obras encuentran en el cuerpo vegetal (siempre técnico, tanto en su versión radioactiva como en su versión robótica) aquel médium que es a la vez canal de transmisión de mensajes (como se dice de las pitonisas y de los médiums espirituales en general) y única metonimia posible de un ambiente “natural” (milieu) que ya no puede pensarse aunque lo habitemos.34 Así pues, las flores del fin del mundo aparecen como esos elementos mágicos que traen consigo mensajes siempre un poco indescifrables: meteorito venido del espacio sideral o piedra del abismo marino que un día mira al sol desde la orilla de su existencia ancestral, la estética que demandan y bajo la cual operan es la de la absoluta explicitud. Una explicitud que quizás no sea capaz de combatir la frialdad de nuestra mirada de espectador35, una mirada soberana disociada de nuestra psiquis que nos permite permanecer impasibles ante el alto impacto emocional de un mundo ya extinto.
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