I. Introducción
El interés de Deleuze por novelas que pueden considerarse, si bien cada una a su modo, “modernas” o incluso “experimentales”, recorre toda la obra del filósofo francés. Tal vez su maravilloso Proust y los signos, abocado por entero a pensar À la recherche du temps perdu, constituya el ejemplo más paradigmático. Pero la inquietud y el gusto deleuzeanos por nuevos tipos de escritura literaria, a menudo incluso rallanas con el límite del sentido, no se agota en dicha obra. Su interés por sus contemporáneos de la nouveau roman salpica diferentes obras, y el ala cinematográfica de dicha corriente hace una presencia notoria en La imagen-tiempo, con los análisis de Marguerite Duras y Alain Robbe-Grillet. El “Prefacio” a Diferencia y repetición llega a incluso hermanar la investigación subsiguiente al “arte de la novela contemporánea, que gira en torno de la diferencia y de la repetición, no sólo en su reflexión más abstracta sino también en sus técnicas efectivas”.1
La lista, sin embargo, es extensa. Baste mencionar el análisis deleuzeano en la misma obra de Drame, novela experimental de otro integrante de la nouveau roman, Philippe Sollers, la figura de Antonin Artaud como inspiración constante y fundamental a lo largo de la producción deleuzeana, o las menciones nunca faltantes a Raymond Roussel. En lo subsiguiente, sin embargo, nos ocupará la peculiar lectura que Deleuze realiza del Ulysses y el Finnegan’s Wake de James Joyce, dos de las grandes novelas rupturistas del período de entreguerras del Siglo XX, junto a la apropiación tergiversante que el filósofo realiza de un concepto joyceano extrapolado desde sus obras de juventud.
A partir de aquí, y valiéndonos de la cercanía etimológica entre “epifanía” y “fenómeno”, compararemos dichas nociones retomando el análisis de esta última realizado por Heidegger en Ser y tiempo en aras de preguntarnos por la posibilidad de un sentido del mostrarse del ser más originario que los relevados allí por Heidegger. ¿Puede encontrarse en la lectura deleuzeana de algunos de los grandes novelistas de comienzos del Siglo XX un modo de comprender la obra de arte como un darse inmediato del ser? El problema en juego es simultáneamente estético y ontológico, dado que la pregunta pone en cuestión al mismo tiempo el ser de la obra de arte y el ser en tanto tal en su posibilidad más originaria de donación. La relevancia ontológica de la obra de arte “experimental” o “moderna”, entonces, no es desde este punto de vista en absoluto menor.
II. Phaínesthai y epiphaínesthai
En el célebre §7 de Ser y Tiempo, Heidegger realiza una interesante etimología del término “fenómeno” [Phänomen]. El mismo se remonta al sustantivo griego antiguo phainómenon, relativo al verbo phaínesthai –– mostrarse, aparecer. Al filósofo alemán le interesa distinguir de este modo el concepto de fenómeno tal como lo entiende la fenomenología, esto es, (a) el mostrarse o aparecer en tanto tal de algunas acepciones comunes del mismo término, a saber: (b) fenómeno como mera apariencia, algo que simplemente “parece ser” una cosa pero no lo es, a lo cual denomina parecer [Scheinen], y (c) fenómeno como síntoma, símbolo o manifestación [Erscheinung] de algo que no aparece –– es decir, el manifestarse como un “no mostrarse”, tal como sucede en el ámbito de la medicina con los síntomas de una enfermedad. Heidegger argumenta no sin gran lucidez que Kant utilizaría equívocamente el término, entiendiéndolo ora en el primer sentido, ora en el último. La conclusión del argumento es que los sentidos (b) y (c) no serían posibles sin el sentido (a), el aparecer en tanto tal, siendo este, entonces, el sentido originario que posibilita todos los demás.2 En otras palabras, tanto si hablamos de algo que parece ser una cosa pero en realidad no lo es, como si entendemos que algo que no se muestra en sí mismo se manifiesta o se anuncia, sin embargo, por medio de algo que sí se muestra –– aparece, en otras palabras, bajo el modo de la remisión ––, el concepto de fenómeno como mostrarse o aparecer sin más resulta indispensable para la comprensibilidad de estos sentidos, actuando empero de un modo velado y permaneciendo así oculto.
Fenómeno — el mostrarse‐en‐sí‐mismo — es una forma eminente de la comparecencia de algo. En cambio, manifestación significa un respecto remisivo en el ente mismo, de tal manera que lo remitente (lo anunciante) sólo puede responder satisfactoriamente a su posible función si se muestra en sí mismo, es decir, si es “fenómeno” [Phänomen]. Manifestación y apariencia se fundan, de diferentes maneras, en el fenómeno. La confusa variedad de los “fenómenos” nombrados por los términos fenómeno, apariencia, manifestación, mera manifestación, sólo se deja desembrollar cuando se ha comprendido desde el comienzo el concepto de fenómeno: lo-que‐se‐muestra‐en‐sí‐mismo.3
Ahora bien, puesto que los entes inmediata y regularmente se muestran, lo que la fenomenología debe poner al descubierto es el ser del ente, que permanece velado o encubierto.4 En efecto, para Heidegger, postular un modo de mostración del ser en tanto ser de un modo inmediato implicaría identificar el ser con un ente particular, que es precisamente lo que el autor denuncia en toda la tradición filosófica previa. Es por ello que se necesita de una hermenéutica, que a partir de un aparato conceptual nuevo y adecuado, llegue a dar con el ser del ente a partir de lo que efectivamente se muestra. El proyecto de la analítica existencial del Dasein en Sein und Zeit constituye, de este modo, un análisis preparatorio indispensable en tanto construye dicho aparato conceptual necesario para un hermenéutica fenomenológica. El Dasein constituye, para Heidegger, un ente peculiar dado que su esencia es la existencia y, por ende, será el lugar privilegiado para el darse del ser a través de la apertura a la temporalidad ––atributo exclusivo del existente humano, lo cual ha merecido una serie de merecidas críticas. Sin embargo, aún en el claro del ser que se da en el existente humano, el ser no aparece nunca, por así decir, de un modo descarnado, sino que su donación en el horizonte de la temporalidad como existenciario de este ente privilegiado requerirá, como decíamos, de una hermenéutica teórica determinada.
Nos interpela la pregunta, sin embargo, de si es posible pensar en otros modos de donación del ser, tales que no requieran de un desarrollo hermenéutico para su puesta al descubierto, sino en todo caso de un uso particular de las facultades. Más allá de los tres sentidos relevados por Heidegger, ¿es posible pensar un cuarto sentido (d) de fenómeno o de aparecer, un sentido diferente y tal vez más originario que el sentido en que lo entiende Heidegger en el parágrafo desarrollado? Tal vez debamos incluso nominarlo, tratándose de un sentido previo ontológicamente y condición de lo dado, sentido (x) del aparecer.
Dejemos en este punto al filósofo de la diferencia ontológica para analizar etimológicamente otro término de raíz vecina a la de Phänomen. Nos referimos al término “epifanía”, provienente de la voz griega epiphneia, que se compone a su vez del prefijo epi – sobre, superficie – y el verbo phainein –– relativo también a phaínesthai, aparecer. Los sentidos religiosos de los que se fue cargando el término a lo largo de la historia, sin embargo, lo dotan de una cualidad especial, refiriéndolo a la aparición terrenal de la divinidad y derivando así en diversas festividades en el ámbito del cristianismo, la primera de las cuales es la que se celebra el seis de enero de cada año, rememorando la adoración de los reyes magos al recién nacido niño Jesús como primera manifestación de la divinidad a los no judíos. Nuestra intención es, vale aclarar, tergiversar el concepto, haciéndolo mantener algunos aspectos de su significación habitual, pero desligándolos de todo cariz cristológico. La palabra es utilizada por Deleuze en el segundo capítulo de Diferencia y repetición refiriéndola a un procedimiento utilizado por James Joyce:
La obra de Joyce recurre evidentemente a procedimientos muy distintos. Pero se trata siempre de reunir un máximo de series dispares (en última instancia, todas las series divergentes constitutivas del cosmos), haciendo funcionar precursores sombríos de índole lingüística (en este caso, palabras esotéricas, palabras-valija), que no descansan sobre ninguna identidad previa, que no son, sobre todo, «identificables» en principio, sino que inducen un máximo de semejanza y de identidad en el conjunto del sistema, y como resultado del proceso de diferenciación de la diferencia en sí (véase la letra cósmica de Finnegan's Wake). Lo que sucede en el sistema entre series resonantes, bajo la acción del precursor oscuro, se llama “epifanía”.5
Ocurre algo peculiar en la última frase: mientras que la definición dada debe atribuirse por completo al filósofo francés, el término definido sí es tomado –– aunque permanezca, como es habitual en Deleuze, como una sugerencia pasible de ser pasada por alto –– del escritor irlandés, con lo cual se produce el extraño montaje entre un término idiosincrático de un autor y un concepto ajeno al mismo. El sentido dado por Deleuze al término no mantiene, como se podrá imaginar, mucha semejanza con los sentidos dados explícitamente por el propio Joyce. Si bien Deleuze está pensando en Ulysses y especialmente en Finnegan’s Wake – obras de madurez de Joyce –, el término se remonta estrictamente a una serie de textos tempranos de características muy diversas escritos por el irlandés entre 1898 y 1904, editados luego en Epiphanies6 y Poems and Shorter Writings.7 Joyce nunca definió exactamente a qué se refería con “epifanía”, aunque en A Portrait of the Artist as a Young Man, el personaje de Stephen Daedalus describe la epifanía como una revelación súbita de uno mismo dada por actos casuales, lo cual sería utilizado con posterioridad por el psicoanálisis, interpretándolos como actos fallidos en el sentido freudiano del término. Es posible que Deleuze haya leído un trabajo académico editado en 1965 en el que se propone leer el concepto de epifanía también en el Ulysses, trasladándolo desde aquellos escritos tempranos.8 Como sea, tampoco en este caso el concepto coincide de ningún modo con el deleuziano, que constituye una creación original y se enmarca en una de las tramas conceptuales fundamentales de este libro.
Pero entonces, ¿por qué llamar precisamente epifanía a “lo que sucede en el sistema entre series resonantes, bajo la acción del precursor oscuro”? Esta pregunta por la unión entre la definición y lo definido nos parece previa aún a la pregunta respecto de la definición misma, implicada y complicada de por sí. ¿Por qué tomar prestado de Joyce este término de filiación cristiana y hacerle decir algo que de ningún modo ni Joyce ni la tradición cristiana evidentemente plantearon nunca? ¿Podría acaso aventurarse la hipótesis de que Deleuze está intentando sustituir el lugar de “lo divino” o, en otras palabras, del ser en tanto ser, sacándole el puesto a la Identidad para otorgárselo a la Diferencia, coronando la anarquía? ¿Y que, por ende, se trata de un procedimiento más en su propósito de invertir el platonismo en tanto reinado de la Identidad, así como su hijo pródigo, el monótono-teísmo? Conviene, ahora sí, desarrollar esa intrincada definición deleuziana de epifanía.
III. Series divergentes
Al finalizar su caracterización y crítica de la representación en el primer capítulo de Diferencia y repetición, Deleuze contrapone lo que llama representación infinita – un tipo de ontología que encuentra, con diferentes matices, en Hegel y Leibniz – a determinadas obras de arte a las que llama “experimentales”, trayendo nuevamente a colación el Finnegan’s Wake, así como también el Livre de Mallarmé. Resulta interesante el modo en que retoma, a este respecto, el concepto de obra de arte “moderna” tal como aparece en Opera aperta de Umberto Eco.9 Para Eco, también la obra de arte “clásica” puede leerse, desde luego, desde diversos puntos de vista, pero todas las perspectivas que así se conforman convergen en un centro, sin constituir una obra independiente; en la obra de arte moderna, por el contrario, cada una de las lecturas posibles es susceptible de dar lugar a una obra autónoma, sin que de este modo todas las lecturas converjan en un centro. La contraposición le es de gran utilidad a Deleuze para apoyar su détournement o apropiación tergiversante de Leibniz, a saber: parece acordar en gran medida con la concepción leibniziana de la multiplicdad de mundos posibles, con el pequeño gran detalle de que, al poner fuera de juego el principio de lo Mejor, la necesidad de elegir una sola combinación queda fuera de juego y todos ellos pueden coexistir simultáneamente sin la necesidad de converger.
Es de este modo puede comprenderse la noción de series divergentes en la cita sobre Joyce. La dicotomía convergencia/divergencia es fundamental en el desarrollo de ontología deleuziana, puesto que es uno de los principales campos de batalla en los que se juega la rivalidad entre Identidad y Diferencia. “Por más que la representación infinita multiplique los puntos de vista y los organice en series”, escribe Deleuze aludiendo a Leibniz, “no por ello estas series dejan de estar sometidas a la condición de converger sobre un mismo objeto, sobre un mismo mundo”; aludiendo ahora a Hegel, escribe que “por más que la representación infinita multiplique las figuras y los momentos, los organice en círculos dotados de automovimiento, no por ello estos círculos dejan de tener un solo centro que es el del gran círculo de la conciencia”.10 Es en este punto neurálgico de la discusión ontológica que aparece la obra de arte “moderna” o “experimental” como piedra de toque de una filosofía de la diferencia:
Cuando, por el contrario, la obra de arte moderna desarrolla sus series permutantes y sus estructuras circulares, señala a la filosofía un camino que lleva al abandono de la representación. Para hacer perspectivismo, no basta con multiplicar las perspectivas. Es necesario que a cada perspectiva o punto de vista corresponda una obra autónoma con un sentido suficiente: lo que cuenta es la divergencia de las series, el descentramiento de los círculos, el “monstruo”. El conjunto de los círculos y de las series es, pues, un caos informal, desfundamentado, que no tiene otra “ley” que su propia repetición, su reproducción en el desarrollo de lo que diverge y descentra. Es sabido cómo estas condiciones se encuentran ya realizadas en obras como el Livre de Mallarmé o el Finnegan’s Wake de Joyce: son obras por naturaleza problemáticas. Allí, la identidad de la cosa leída se disuelve realmente en las series divergentes definidas por las palabras esotéricas, así como la identidad del sujeto lector se disuelve en los círculos descentrados de la multilectura posible.11
Ahora bien, en tanto que dichas series divergen, deben ser puestas en una extraña relación, no de semejanza – la cual es un efecto en lo actual –, sino a través de un proceso que Deleuze llama resonancia, la cual a su vez no podría ser realizada sin la acción de lo que denomina precursor oscuro o sombrío. Este punto de la teoría es ciertamente deudor del estructuralismo, y muy especialmente de Jacques Lacan –independientemente de que el psicoanalista francés se considerase a sí mismo o no un estructuralista –, dado que se apoya en la lectura lacaniana de “La carta robada” de Edgar Allan Poe en aras de postular la (no-)existencia de una casilla vacía que circula por todo sistema, lugar estructural definido como aquello que siempre falta a su lugar y que siempre está donde no se lo busca. Este objeto = x se desplaza constantemente, y es en este desplazamiento que “hace resonar” las series divergentes, constituyéndose en el diferenciante de la diferencia. Escribíamos “no” entre paréntesis antes de “existencia”, puesto que en verdad este elemento no existe propiamente hablando, sino que insiste o subsiste: no es actual, en terminología deleuziana, sino virtual. Al circular y disfrazarse en cada serie, este precursor sombrío u “objeto = x” hace que cada serie se repita en la otra –– es a esto a lo que Deleuze llamar resonar y que identifica con el eterno retorno nietzscheano.12
En cuanto a las series propiamente lingüísticas – ya que de eso nos ocupamos aquí –, este objeto = x puede identificarse con la palabra esotérica, la cual, a diferencia del resto de las palabras – que requieren de otra palabra para designar su sentido –, pretende decirse a sí misma y al mismo tiempo decir su sentido, produciendo el paradójico efecto de aparecer como no-sentido o, en todo caso, como un sentido siempre desplazado y esquivo por naturaleza. Las palabras-valija, por su parte, consisten en conjunciones de dos palabras en una que, aprovechando su naturaleza anfibia, se encabalgan simultáneamente en dos series divergentes, funcionando así también como “resonador”. Ambos procedimientos son encontrados por Deleuze en la obra de Joyce – si bien el último es teorizado principalmente a partir de Lewis Carroll en Lógica del sentido –, aunque no se detiene tanto como nos gustaría en un análisis inmanente de una índole al menos una pizca más “filológico” del Ulysses o del Finnegan’s.
Baste una última mención al término “epifanía” en la obra de Deleuze. En su libro sobre Bacon, aparece durante un breve excursus sobre Proust y la memoria involuntaria. Al preguntarse Deleuze cómo operaba aquella, su respuesta apela nuevamente al procedimiento de la resonancia entre series divergentes – en este caso, correspondientes a sensaciones. El procedimiento ya no depende en Proust de palabras-valija ni de palabras esotéricas, sino que la divergencia de las series puestas en resonancia está dada a menudo por una brecha temporal: la reminiscencia proustiana, precisamente, consiste en ese acoplamiento entre una serie pasada y una serie presente. Según Deleuze, la memoria involuntaria
acoplaba dos sensaciones que existían en el cuerpo a niveles diferentes, y que se estrechaban como dos luchadores, la sensación presente y la sensación pasada, para hacer que surgiera algo irreductible a los dos, al pasado y al presente: aquella Figura.13
Sin embargo, el procedimiento específico de la reminiscencia le importa poco a Deleuze en este contexto, dado que encuentra otros procedimientos proustianos conducentes al mismo fin. Al fin y al cabo, “que las dos sensaciones se repartieran en presente y pasado, que se tratase, pues, de un caso de memoria, tenía poca importancia”14, puesto que cualquier procedimiento es bueno mientras que logre poner en resonancia series divergentes. À la recherche du temps perdu, en efecto, está poblada por múltiples procedimientos de esta índole, otro de los cuales consiste en el percepto que atraviesa al narrador y protagonista al poner en resonancia el violín y el piano en una sonata.
Había casos donde el acoplamiento de sensación, el abrazo de las sensaciones, de ningún modo apelaba a la memoria: así el deseo, pero más profundamente aún el arte, pintura de Elstir o música de Vinteuil. Lo que contaba era la resonancia de las dos sensaciones, cuando se estrechaban una a otra. Tales eran la sensación del violín y la del piano en la sonata. “Era como el comienzo del mundo, como si no hubieran estado más que ellos dos sobre la Tierra, o más bien, en ese mundo cerrado a todo lo demás, construido por la lógica de un creador y donde nunca estuvieran sino los dos: aquella sonata”. Es la Figura de la sonata, o el surgimiento de esa sonata como Figura. Igualmente para el septeto donde dos motivos se enfrentan violentamente, definido cada uno por una sensación, uno como un “llamamiento” espiritual, el otro como un “dolor”, una “neuralgia” en el cuerpo. […] Lo que cuenta es que las dos sensaciones se acoplan como dos “luchadores” y forman un “cuerpo a cuerpo de energías”, incluso si es un cuerpo a cuerpo desencarnado, del que se despeja una esencia inefable, una resonancia, una epifanía erigida en el mundo cerrado.15
La epifanía, de este modo, implica una vez más un acoplamiento o puesta en resonancia entre dos series divergentes, sean estas de pasados y presentes o de sensaciones. Lo que cuenta al fin y al cabo es la divergencia de las series y esta extraña puesta en relación que hace que cada una se repita en la otra, de un modo tal que la repetición opera como diferenciante de lo diferente y la diferencia como repetición en sí.
IV. Afirmar el azar
Nos resta aún explicitar el porqué de la naturaleza “problemática” que Deleuze atribuye a las obras de Joyce. El término problema equivale en Diferencia y repetición al término Idea, multiplicidad de singularidades correlativas a relaciones diferenciales recíprocamente determinables; en otras palabras, campo virtual, intensidad o diferencia en sí. Estos “problemas”, sin embargo, no se encuentran hechos de una vez y para siempre, lo cual conviertiría a Deleuze en un paladín de Platón más que en un sucesor de Heráclito; por el contrario, se construyen al modo de una tirada de dados – esta es la analogía utilizada por el propio filósofo. Al tematizar la producción de una Idea, escribe Deleuze que
se trata de una jugada de dados, de todo el cielo como espacio abierto, y de tirar como única regla. Los puntos singulares están sobre el dado; las preguntas son los dados mismos; el imperativo es el tirar. Las Ideas son las combinaciones problemáticas que resultan de las jugadas.16
Estas tiradas de dados no son desde luego actos conscientes realizados por un yo individual, ni siquiera actos inconscientes atribuibles a una subjetividad; no obstante, algo de la concepción romántica del genio, en la cual este deviene una suerte de médium de las fuerzas del universo, subsiste sin lugar a dudas en la concepción deleuziana, de acuerdo con la cual
los problemas o las Ideas emanan de imperativos de aventura o de acontecimientos que se presentan como preguntas. Por ello, los problemas son inseparables de un poder de decisión, de un fiat que hace de nosotros, cuando nos atraviesa, seres semidivinos.17
Este imperativo del fiat proviene de la pregunta como instancia ontológica primera que atraviesa al sujeto, pasando por la fisura del yo [Je]. La obra es, entonces, “un problema nacido del imperativo”, lo cual convierte al autor de la obra en un “operador de la Idea” –– al vez deba incluso comprenderse de este modo la interpretación deleuziana de la “tarea ciega” como punto original de la obra de la que hablaba Philippe Sollers en sus intervenciones en la revista Tel Quel.18 Para construir un problema o una Idea, sin embargo, es necesario según Deleuze que, siguiendo la metáfora de los dados, se afirme todo el azar en cada jugada. Este difícil requisito
se mide al poner en resonancia los contrastes que emanan de una jugada, y forman un problema con esa condición. Entonces, todo el azar está por completo en cada jugada, aunque esta sea parcial: y está allí en una vez, aunque la combinación producida sea objeto de una determinación progresiva. La jugada de dados lleva a cabo el cálculo de los problemas, la determinación de los elementos diferenciales o la distribución de los puntos singulares constitutivos de una estructura. Así se forma la relación circular de los imperativos con los problemas que se desprenden de ellos. La resonancia constituye la verdad de un problema como tal, donde el imperativo se pone a prueba, aunque el problema mismo nazca del imperativo.19
De este modo, escribe Deleuze que
cuando muchos novelistas modernos se instalan en ese punto aleatorio — esa “tarea ciega”, imperativa, cuestionante, a partir de la cual la obra se desarrolla como problema, haciendo resonar series divergentes —, no hacen matemáticas aplicadas, no incurren en ninguna metáfora matemática o física, sino que establecen esa “ciencia”, mathesis universal inmediata de cada dominio; hacen de la obra un aprender o una experimentación y, al mismo tiempo, algo total en cada vez, donde todo el azar se encuentra afirmado en cada caso, cada vez renovable, sin que, quizá, nunca subsista algo arbitrario.20
Esta afirmación total del azar en cada jugada constituye un requisito que no puede cumplir ninguna obra de arte que parta de una idea preconcebida, cuyo interés principal radique en contar una historia, en el ingenio o la comunicación de emociones ni, para decirlo en términos adornianos, ningún “producto cultural”. Solo la obra de arte moderna en el sentido previamente descrito puede hacer tal cosa. La definición misma de “moderna” tal como Deleuze la interpreta en Umberto Eco, o de “experimental” de un modo más cercano a su propia terminología, podría darse en esos términos, esto es, como una tirada de dados permanente en la que no se pretende abolir siquiera parciamente el azar calculando los resultados.
V. Conclusiones
La epifanía, tal como la entendemos aquí a partir de Deleuze, es al mismo tiempo correlativa a una nueva doctrina de las facultades, proyecto deleuziano inconcluso –– al menos de un modo explícito –– de Diferencia y repetición. Al oponerse a las determinaciones platónicas –– y podemos pensar claramente en la obra de arte en el sentido previamente desarrollado ––, escribe Deleuze que
no se trata de figuras ya mediatizadas y relacionadas con la representación, sino, por el contrario, de estados libres o salvajes de la diferencia en sí que son capaces de llevar las facultades a sus límites respectivos. No es la oposición cualitativa en lo sensible, sino un elemento que es en sí mismo diferencia, y que crea a la vez la cualidad en lo sensible y el ejercicio trascendente en la sensibilidad: ese elemento es la intensidad como pura diferencia en sí; al mismo tiempo lo insensible para la sensibilidad empírica, que sólo capta la intensidad ya recubierta o mediatizada por la cualidad que crea; y, sin embargo, lo que sólo puede ser sentido desde el punto de vista de la sensibilidad trascendente que lo aprehende inmediatamente en el encuentro.21
En otras palabras, la epifanía de la obra de arte “moderna” o “experimental” –– ya se trate de Joyce, Proust o de otros autores también citados por Deleuze como Phillipe Sollers, Antonin Artaud o Raymond Roussel, a quien ya Foucault hubiera dedicado su primer gran libro ––, requiere un uso muy particular de las facultades –– lo mismo que en la cita vale para la sensibilidad, vale en el caso de la escritura para de la facultad del lenguaje ––, a saber, lo que Deleuze denomina uso trascendente y opone al uso empírico. Retomando la caracterización heideggeriana del concepto de fenómeno, podríamos preguntarnos si acaso, en la comparación entre estas dos filosofías de la diferencia, podría pensarse que el autor alemán, al evitar construir una doctrina de las facultades, terminó por concebir tan solo un uso empírico de las mismas, y por ende se vedó la posibilidad de pensar un modo de contacto con el ente en el cual el ser no estuviera mediatizado, erradicando toda posibilidad de una epifanía del ser. En efecto, para Heidegger, el ser se da siempre de un modo sustractivo, solapado o encubierto, dado que de lo contrario se lo estaría identificando con un ente particular concebido como pleno, y consiguientemente olvidando la “diferencia ontológica”. Podría pensarse que los desarrollos heideggerianos posteriores a Sein und Zeit se dirigen precisamente a intentar encontrar un modo de donación del ser más originario, primordialmente en aquello que el autor denominará Ereignis, como acontecimiento de transapropiación entre el existente humano y el ser.22
Ahora bien, esté uno de acuerdo o no con el planteo deleuzeano, la propuesta parecería ser la de encontrar un uso de las facultades que dé con el ser en tanto ser de un modo inmediato. Más allá del fenómeno como aparecer sustractivo, o más acá del ente como mostración mediatizada del ser, para Deleuze “todo fenómeno encuentra su razón en una diferencia de intensidad que lo encuadra, como bordes entre los que fulgura”23, y esta diferencia de intensidad es pasible de aparecer en su inmediatez. Evidentemente toda obra de arte tiene su “mitad actual” o, si se quiere, su aspecto óntico, pero la propuesta deleuzeana parecería incitarnos a sobrepasar dicho aspecto, a ir más allá de él hacia su razón de ser. El único medio para esto consiste en un ejercicio trascendente de las facultades del lenguaje o de la sensibilidad, pero no existe método alguno a la manera cartesiana para lograrlo: es el objeto mismo que se nos presenta contingentemente el que debe tener la potencia para violentar nuestras facultades. Ya Platón distinguía en su República entre las cosas que dejan al pensamiento tranquilo y aquellas que lo fuerzan a pensar. “Hay algo en el mundo que fuerza a pensar”, escribe Deleuze en el tercer capítulo de Diferencia y repetición, algo que es “el objeto de un encuentro fundamental, y no de un reconocimiento”.24 Y ¿qué objeto más paradigmático, en este sentido, que la obra de arte experimental? ¿Cuántos fulgores del acontecimiento habrán resplandecido y seguirán resplandeciendo a partir de un encuentro azaroso con las obras de Joyce, Proust o Mallarmé?
Si al comienzo del trabajo nos preguntábamos por un posible sentido (d) o (x) de fenómeno, podríamos acaso terminar afirmando que Deleuze acuña un sentido (dx), en tanto aparecer inmediato y creador de la razón de ser del fenómeno: la diferencia.
El símbolo dx aparece a la vez como indeterminado, como determinable y como determinación. A esos tres aspectos corresponden tres principios, que forman la razón suficiente: a lo indeterminado como tal (dx, dy) corresponde un principio de determinabilidad; a lo realmente determinable (dy/dx) corresponde un principio de determinación recíproca; a lo efectivamente determinado (valores de dy/dx) corresponde un principio de determinación completa. En suma, dx es la Idea, platónica, leibniziana o kantiana: el “problema” y su ser.25
Este problema y su ser son lo que se expresa en la obra de arte moderna o experimental de un modo que Deleuze, tomando el término de Joyce, denomina “epifanía”. Heidegger escribe en el §43 de Ser y tiempo que “si el término idealismo equivale a la comprensión del hecho de que el ser jamás es explicable por medio de entes, sino que ser es siempre lo ‘trascendental’ respecto de todo ente, entonces el idealismo representa la única posibilidad adecuada de una problemática filosófica”.26 Esta frase, creemos, resume varios de los puntos esenciales que Deleuze se propone desarrollar en Diferencia y repetición. Sus “Ideas”, en efecto, son pensadas como lo trascendental respecto de todo ente, aunque el sentido de trascendental no es ya aquí, como en Kant, el de condición necesaria de la experiencia, sino el de razón suficiente de la misma. Pero más importante para lo que nos interesa en este punto: Deleuze postula en dicha obra una extraña y acaso paradójica noción, la de “empirismo trascendental”. Uno de los varios sentidos de esta fórmula radica, sin duda, en la posibilidad de practicar un ejercicio trascendente de las facultades, un uso de las mismas que, violentadas por el encuentro con los objetos que fuerzan a pensar, se vea llevado a aprehender el ser del ente sin la necesidad, como en Heidegger, de ningún lógos. Esperamos haber mostrado suficientemente que las obras de arte experimentales constituyen este tipo de objetos.